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Ayer pude oír las tranquilas pero galopantes olas a la lejanía. Sentí la brisa que acariciaba suavemente mi rostro... me acosté sobre arena; la besé y probé su sabor. Inspiré profundamente y me llené de la belleza salina en su perfume... y aún así, no pude ver aquel paisaje, porque mis ojos se abrían y no podían ver.
Contemplaba únicamente un eterno océano vacío que no tenía comienzo ni fin. Y por más que era lo único de lo que estaba privada, mi ser terco y ambicioso quiso acabar con la negrura, desplazarla de algún modo... y entonces todo se apagó por completo.
De pronto la suave caricia del viento se había vuelto una cruel ráfaga que me azotaba, atacándome sin descanso. Las olas ya no estaban lejanas y ahora su rugido me hería los tímpanos y hacía sangrar mis oídos con su cruel fiereza.
El sabor de aquella suave arena se tornó amargo, una amargura insoportable, y el perfume de la pureza salina se volvió agrio y sofocante.
Entonces me di cuenta que, pese a que hice bien al luchar por algo, me olvidé de valorar lo que ya tenía y quise simplemente poseer más...
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