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La complejidad de los pensamientos de un mártir de esa categoría. Una víctima de nada más que su propia fascinación por el dolor, el pesar.
Una tortura disfrazada, enriquecida por labios finos y miradas atroces.
Cual vasallo continua viviendo, languideciendo cada vez más hasta no quedar más de sí mismo que un montón de cenizas que volarán con la brisa de las carcajadas terminales de un verdugo moralmente insalubre.
El homicida continua su cántico ensordecedor manchado de escoria, y los restos de un alma bailan lentamente al son de la canción fúnebre que fue compuesta solamente para ella, que sólo ella puede oír y presenciar.
El asesino es imperturbable, y las cenizas danzan radiantes. Con su voz fría se cristalizan, y aquellos residuos se vuelven efímeros diamantes.
Y las joyas ahora vuelan alrededor del matador, lo contemplan, lo admiran, y caen repentinamente sobre su rostro.
Hasta en el último instante, el mártir adoró al homicida.